Del aborto a la vida
Alfredo Tabueña
El tema del aborto, como otros temas sin duda delicados, es imprescindible tratarlo y estudiarlo desde la perspectiva espiritual, conociendo la auténtica naturaleza del ser humano, los principios superiores que rigen la vida y las leyes que presiden todo el proceso anterior a la concepción y al nacimiento de un nuevo ser para, de esta manera, estar en situación de comprender y concienciarse de lo que verdaderamente significa la interrupción voluntaria de un embarazo.
El nacimiento de cada ser significa proporcionar a un Espíritu una nueva oportunidad para proseguir en su evolución, radicando aquí la verdadera responsabilidad y la gravedad del aborto: en interrumpir el desarrollo de un organismo físico al cual puede estar unido un Espíritu en proceso de reencarnación.
Los primeros pasos del proceso reencarnatorio
Un proceso de reencarnación, es decir, el regreso de un Espíritu al plano material con un nuevo cuerpo físico, no es consecuencia de un acaso biológico sino que, en líneas generales, se puede plantear mucho tiempo antes de la fecundación física, produciéndose en el plano espiritual, todo un intenso trabajo de estudio y de preparación en el que se supervisan innumerables detalles y situaciones que son de vital importancia para el buen desarrollo de todo ese proceso, en el que el Espíritu será vinculado hacia el grupo familiar y contexto social que más precisa y más se ajusta a sus necesidades evolutivas.
Antes de la fecundación física que ha de dar lugar al inicio del desarrollo embrionario, se produce un acercamiento paulatino del Espíritu candidato a la reencarnación hacia el conjunto familiar que deberá acogerle, pasando a participar, poco a poco, de la vida doméstica y comenzando una serie de intercambios de vibraciones, de fluidos, de pensamientos y de emociones con los miembros de su futura familia.
A medida que se va acercando el día de la fecundación, se promueve un contacto más directo del Espíritu reencarnante con la futura madre, en el que se origina una creciente interpenetración fluídica y energética entre ambos, que pasa a estrecharse progresivamente hasta alcanzar y fijarse al óvulo materno que ha de ser fecundado quedando, como consecuencia de ello, este óvulo totalmente impregnado y magnetizado por los efluvios periespirituales y por las vibraciones propias que transmite el Espíritu.
De esta manera, el óvulo en vías de ser fecundado permanece irradiando y reflejando las características particulares del Espíritu y, como un espejo, retrata fielmente su imagen energética, que será lo que servirá para atraer, entre tantos millones, al espermatozoide que ha de fecundarlo.
Horas después de la unión sexual se produce el gran encuentro entre el espermatozoide y el óvulo, un acto totalmente falto de democracia, pues no es el acaso biológico el que determina el espermatozoide que va a fecundar al óvulo (donde todos disfrutarían de las mismas oportunidades), pero es que ni tan siquiera el espermatozoide afortunado es el que presenta un mayor y mejor potencial genético (como cabría pensar) sino que, por el contrario, de todos los millones, la célula femenina seleccionará y atraerá a aquel espermatozoide que contenga los genes que, por sintonía y afinidad, más se ajuste a las necesidades evolutivas y a la situación real del Espíritu reencarnante, la cual, como se ha descrito antes, el propio Espíritu ha marcado y definido en el óvulo.
Se concluye que el espermatozoide que fecunda al óvulo no es el más apto en el sentido de superioridad, sino en el de sintonía magnética posibilitando, con ello, algo fundamental: la formación de un organismo físico adecuado al cumplimiento del proyecto reencarnatorio en curso.
“Antes de la fecundación física que ha de dar lugar al inicio del desarrollo embrionario, se produce un acercamiento paulatino del Espíritu candidato a la reencarnación hacia el conjunto familiar que deberá acogerle,(...)”
El Espíritu reencarnante, a través de su cuerpo espiritual, se une a esa primera célula resultante de la unión entre el espermatozoide y el óvulo, prendiéndose, cada vez más, a las moléculas del cuerpo físico en formación, hasta finalizar todo su desarrollo en la hora culminante del nacimiento de un bebé, es decir, la reencarnación de ese Espíritu, con nuevas y valiosas oportunidades para progresar, en las que tendrá pruebas que superar, compromisos que regularizar, reencuentros con antiguos afectos y desafectos, junto a un sinfín de experiencias para acumular a su ya larga trayectoria.
Pero, durante el proceso de la construcción de su nueva vestimenta física, el Espíritu reencarnante estará siempre condicionado por su particular situación y estado mental, que lo va a proyectar, inevitablemente, sobre los genes y las células en formación, así como también estará sujeto por la orientación y los impulsos propios del molde espiritual (su periespíritu), funcionando como matriz, como modelo organizador biológico, que transmitirá al nuevo cuerpo físico todos sus detalles particulares, de modo que el nuevo organismo carnal formado tras los nueve meses de gestación, bien sea un cuerpo sano y perfecto, o bien sea un cuerpo menos sano y menos perfecto, no será la consecuencia de un acaso biológico, sino el adecuado y necesario para el aprendizaje que aguarda al Espíritu en su nueva reencarnación.
Por tanto, deberíamos tener plena conciencia de que cuando una mujer está embarazada lo que se desarrolla y palpita en su interior no es una simple aglomeración de huesos, nervios y músculos en formación sin más, sino que la realidad espiritual es mucho más seria, extraordinaria y sublime, porque ese feto, en constante transformación, es el traje vivo de un Espíritu en progresiva materialización dentro del vientre materno, que trae consigo toda su herencia espiritual, resultado de sus vivencias en innumerables etapas reencarnatorias y la que nos enseña que, por encima de todo, el Espíritu es heredero de sí mismo, de todo su pasado, de sus conquistas, de sus merecimientos, de sus necesidades y de sus conocimientos adquiridos a través de las distintas existencias vividas.
La realidad espiritual más allá de la física
¿Cuáles son, entonces, las razones que pueden conducir a expulsar al ser que ha empezado a desarrollarse en las entrañas de una mujer? ¿Por qué un sector de la sociedad apoya y lucha para que la acción del aborto se reconozca como una opción y un derecho, en lugar de luchar todos juntos por el reconocimiento y los derechos del ser en gestación y, al mismo tiempo, ver el modo de ayudar, amparar y proteger a la mujer que ha de ser su madre, proporcionándole las ayudas, medios y estímulos para que quiera y pueda seguir adelante con el embarazo?
¿Por qué se esgrime como justificación para defender el aborto el argumento de que la mujer es libre y dueña de su cuerpo cuando, en verdad, su libertad choca frontalmente y destruye la libertad del ser que en ella se está gestando?
Y, por otro lado, debería quedar bien claro que en el aborto la mujer no decide sobre su cuerpo, sino que decide sobre un cuerpo que, es verdad, se está gestando en sus entrañas, pero no es su cuerpo, sino que es el cuerpo que pertenece al Espíritu que está reencarnando y que le ha de servir como instrumento y medio de progreso.
Una gran parte de la respuesta, sino toda, se ha de encontrar, sin duda alguna, en el triángulo nefasto que forman la ignorancia, el materialismo y el egoísmo, del individuo en particular y de la sociedad en general.
Porque la gran ignorancia que tiene el ser humano sobre su naturaleza espiritual e inmortal y, principalmente, el desconocimiento de lo que en verdad es ese embrión que se ha empezado a desarrollar, llevan a tomar como referencia el mundo de la materia, donde tan sólo lo tangible y lo visible es lo que cuenta, perdiéndose, de este modo, en la apariencia de las formas y en la superficialidad de los hechos ignorando, siempre, al Espíritu que está vinculado a ese cuerpo en formación y que comanda su desarrollo a través de su cuerpo espiritual (periespíritu).
La ignorancia y materialismo proclaman que el ser humano es tan sólo un montón de células formando un cuerpo de carne, y que la vida es apenas un estado transitorio de la materia que empieza en el nacimiento y finaliza con la muerte, no existiendo nada antes, ni quedando nada después.
Como consecuencia de esa ignorancia y de ese materialismo se desemboca, final y fatalmente, en una gran lacra social: el egoísmo, porque nos lleva a poner por delante siempre nuestro “yo”, sea bajo la forma y justificación que sea, sin tener en cuenta que nuestro “yo” va en contra de los más fundamentales derechos de “los otros” y, en el caso del aborto, del derecho a la vida del ser que está reencarnando.
El Espiritismo nos enseña que “el derecho a la vida es el primero de todos los derechos naturales del ser humano, por eso nadie debe atentar contra la vida de su semejante, ni hacer cualquier cosa que pueda comprometer su existencia corporal” (El Libro de los Espíritus, pregunta nº 880).
Con el aborto, indudablemente, se atenta de una manera muy cruel y violenta contra la vida de un ser que, además, no puede defenderse, ni tiene voz para suplicar piedad.
“Porque por encima de esa realidad material de la gestación prevalece otra realidad, espiritual y superior, que rige todo el fenómeno, pues desde el primer momento puede existir un Espíritu unido a ese cuerpo,(...)”
Con toda probabilidad, habrá personas que piensen que un embrión de pocos días aún no puede considerarse como un ser humano ni, por tanto, tener los derechos de éste…
Argumento, una vez más, basado en la ignorancia y en el materialismo…
Es posible que una buena mayoría de personas, cuando contempla a un embrión de pocas semanas, debido al rudimentario aspecto y desarrollo morfológico que aún presenta, no es capaz de asociarlo con el futuro bebé que llegará a ser, con lo que en esos primeros días de la gestación, quizás resulta más aceptable o comprensible la interrupción de la misma, simplemente porque ahí lo que hay no es un bebé, es sólo una aglomeración de células, una masa amorfa sin más…
Mientras que, por el contrario, si el embarazo ya está en una fase más avanzada y, por consiguiente, el feto ya tiene una semejanza con la futura forma final del bebé, entonces, parece que pesa mucho más en la conciencia el efectuar el aborto porque lo que ahí hay ahora, sí que es claramente un niño.
¡Qué gran error del ser humano que se queda en la superficialidad de los hechos y en la apariencia de la forma física que tiene delante, ignorando que ésta es tan sólo portadora de vida biológica y que para que la persona y la vida se presente en toda su plenitud y dignidad es absolutamente necesaria e imprescindible la presencia de un Espíritu que le confiera la inteligencia, el sentimiento, la voluntad y su verdadera esencia e identidad!¡Espíritu que es el mismo antes de la fecundación, en el instante de la fecundación, en el embrión de pocas semanas, en el feto de nueve meses y en el bebé recién nacido!
Porque por encima de esa realidad material de la gestación, prevalece otra realidad espiritual y superior que rige todo el fenómeno, pues desde el primer momento puede existir un Espíritu unido a ese cuerpo, plasmando todas sus características personales, todas sus necesidades y todo su pasado, dando inicio, de esta manera, a una nueva vida física y a una nueva reencarnación.
Vida física que se inicia, y de ello no hay la menor duda, cuando el óvulo de una mujer es fecundado por un espermatozoide de un hombre, y continúa y no finaliza hasta la muerte, de modo que los distintos eslabones que forman la cadena de la vida humana, desde el instante de la fecundación, son: cigoto, embrión, feto, bebé, niño, adolescente, adulto y anciano. Y ello es así porque unido a esa primera célula existe un Espíritu en proceso reencarnatorio promoviendo todo el desarrollo del embrión.
Es verdad que no siempre que un espermatozoide fecunda un óvulo y se inicia un desarrollo embrionario, hay un Espíritu destinado para ese cuerpo.
La fecundación de un óvulo por un espermatozoide es un hecho biológico y humano. Pero, si a ese embrión que se empieza a desarrollar se une un Espíritu, ya no es un hecho que esté en la mano del ser humano, sino que depende de cuestiones meramente espirituales.
Si hay un Espíritu ligado, es señal de que existe un proyecto reencarnatorio y, en principio, el desarrollo sigue con normalidad hasta el nacimiento del bebé, es decir, la reencarnación de ese Espíritu. Y, si no hay un Espíritu, no hay proyecto reencarnatorio y, en principio, el embrión no será viable y la propia naturaleza actuará por sí misma sin necesidad de que lo haga el ser humano, produciéndose en las primeras semanas, un aborto natural, hecho que ocurre con más frecuencia de lo que nos podamos imaginar y que muchas veces puede pasar desapercibido, cuando se produzca en una etapa tan temprana del desarrollo, que la mujer no sabía que estaba embarazada y se interpreta el aborto espontáneo como una simple regla más intensa o que se ha retrasado.
La vida como finalidad superior para la evolución del ser
Por tanto, nosotros, espiritistas, defendemos que el derecho a la vida ampara tanto a aquél ser que ya ha nacido, como a aquél otro ser que, transitoriamente, está en el vientre materno y, de momento, aún no ha nacido, porque el derecho a la vida no se vincula a un cuerpo de carne, sino al ser, al Espíritu inmortal que está unido a ese cuerpo en proceso reencarnatorio.
Es verdad, evidentemente, en las que el embarazo a veces se produce en situaciones no deseadas, que incluso pueden ser muy traumáticas o, también, donde ese ser en desarrollo está marcado desde el principio por severas malformaciones o enfermedades en su cuerpo.
Son experiencias y pruebas delicadas y duras, ciertamente, pero en este punto la Doctrina Espírita nos esclarece que ese Espíritu que va a reencarnar en esas circunstancias “anómalas” y no deseadas, se ha de presentar, en líneas generales, en un medio social y familiar donde, especialmente los padres, han contribuido en el pasado (existencias anteriores), de una u otra forma, para que ahora ese Espíritu retorne a ellos en esas condiciones adversas, ya que los padres necesitan, igualmente, pasar por esa experiencia reeducativa.
Llevamos con nosotros siempre nuestro pasado, que lo vamos irradiando y que atrae y nos acerca a personas y situaciones que, de uno u otro modo, sintonizan con ese pasado.
En consecuencia, por mucho que, desde un punto de vista humano, nos cueste entender y aceptar, el nacimiento y la dedicación a ese hijo que viene de una manera no deseada o bien con un cuerpo marcado por serias enfermedades o malformaciones, es la única solución positiva, a nivel espiritual, tanto para el niño que ha de nacer, como para las personas que han de ser sus padres.
Y no tengamos la más mínima duda de que existiendo esas circunstancias adversas, la Providencia Divina siempre hará lo máximo para que de ese “mal” inicial pueda surgir un bien.
Por otro lado, deberíamos entender y aceptar que los hijos no son de los padres ni les pertenecen, pues ellos no han creado al Espíritu de su hijo. Los hijos vienen al mundo físico a través de los padres, quienes de esta manera colaboran en la obra de Dios proporcionando al Espíritu los materiales necesarios para que pueda formar su nueva vestimenta carnal.
“El embrión no pertenece a la madre, ni al padre, ni al juez, ni al equipo médico, ni al Estado. Pertenece, exclusivamente, a sí mismo y, por encima de todo, a Dios, único Creador de la vida.”
El aborto provocado nunca es una solución para nadie: ni para el ser en gestación que, además de frustrarse su vuelta al plano físico de un modo cruel, sufrirá tanto a nivel mental como periespiritual, las consecuencias de un acto tan lleno de violencia; pero es que tampoco es una salida para los padres y personas que, de una u otra manera, se hayan involucrado en el acto y que, con su actitud, según haya sido su grado de participación, intencionalidad y conocimiento, generarán nuevos e ineludibles compromisos para un futuro. De uno u otro modo y según cada caso, tendrán que regularizar el grave error cometido.
La Doctrina Espírita no impone nada, al contrario, se limita a proponer y compartir sus maravillosas enseñanzas, en este caso, dando a conocer la realidad que envuelve al embrión y reivindicar, al mismo tiempo, el derecho de ese Espíritu a disfrutar de la bendición que significa poder disponer de un nuevo cuerpo carnal para continuar trabajando en sus aprendizajes y conquistas, igual que cada uno de nosotros.
El embrión no pertenece a la madre, ni al padre, ni al juez, ni al equipo médico, ni al Estado. Pertenece, exclusivamente, a sí mismo y, por encima de todo, a Dios, único Creador de la vida.
Por eso nadie debería tener la potestad para decidir sobre la vida de otro ser, ni la capacidad de dictaminar sobre quién puede o no puede iniciar el próximo compromiso en el mundo físico, impidiendo esa oportunidad que significa poder nacer, poder reencarnar. Oportunidad, por otra parte, que a ninguno de los que ahora pueda estar leyendo este escrito se le ha denegado.
El Espiritismo nos enseña a respetar la vida y a que entendamos que está siempre plena de sentido y de valor, porque toda vida en gestación, sin excepción, por deficiente, precaria o defectuosa que pueda ser en apariencia, o bien aunque sea generada en condiciones adversas y no deseadas, está siempre orientada por una causa superior cuya finalidad, por difícil que, desde un punto de vista humano sea a veces comprenderlo, es proporcionar al Espíritu, y también a los padres, una oportunidad para mejorar.
Cuando nos hayamos concienciado y asumido en toda su trascendencia esa realidad, se conseguirá poco a poco derrumbar ese terrible triángulo del que hablábamos anteriormente, formado por la ignorancia, el materialismo y el egoísmo que, desgraciadamente, conduce tantas veces al aborto, transformándolo en un triangulo basado en el Conocimiento, en la Espiritualidad y en el Amor, a la vida en general y en concreto, a ese ser que se está desarrollando en el vientre materno.
Como consecuencia final de todo ello, el aborto desaparecerá y en su lugar, sea en las condiciones y circunstancias que sean, porque siempre existirán poderosas y superiores razones que así lo determinen, resplandecerá la Vida con todo su sentido y valor.
Obviamente, es muy legítimo que frente a un tema tan delicado como el aborto, donde se ven implicadas emociones, situaciones personales muy duras, sentimientos y creencias, haya diferentes opiniones, posturas y sensibilidades.
En este artículo sólo pretendemos proponer y compartir las maravillosas enseñanzas que ofrece el Espiritismo, dando a conocer la realidad que envuelve al embrión y reivindicar, al mismo tiempo, el derecho de ese Espíritu, que podría ser en un futuro cualquiera de nosotros, a disfrutar de la bendición que significa poder disponer de un nuevo cuerpo carnal.
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